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sábado, 13 de febrero de 2010

Un viaje en tren

      Desde el antiguo pueblecito convertido en centro comercial de Li Jian teníamos que llegar a Panzhihua para coger un tren que nos llevara a Chengdu. Fue imposible comprar los billetes con antelación, ni por Internet ni por agencia, creo que el motivo es porque tienen una especie de cartilla de viajes que tienen que presentar en la misma estación. No tengo ni idea de cómo funcionan ni para qué, pero eso es lo que me pareció.
      El caso es que nos montamos en un autobús con muy poco espacio para nuestras larguiruchas piernas. Fueron ocho horas un pelín durillas pero me refugiaba en la idea de que al final del trayecto me esperaba una confortable cama de tren en la que podría remolonear por 14 horas. Cuando llegamos a la estación de autobuses nos recogió otro bus urbano que nos llevaría a la terminal de tren. Vimos preocupados como nos sacaban de la ciudad y nos alejábamos cada vez más. ¿sabrán que vamos a la estación? Nos preguntábamos, ¿Nos habremos pasado ya? Pero no, al final llegamos con el tiempo justo para comprar los billetes y montar corriend… ¡Oh! ¡No! ¡No quedan billetes! Consternadísimos tuvimos que comprar unos para el día siguiente y de asiento (no de cama) para poder llegar a tiempo a la fiesta de año nuevo de Chengdu.
      Encontramos un hotelillo, y después de descansar un poco salimos en busca de algo que echarnos al pescuezo. Caminando por la calle nos asaltó una mujer muy chillona que tenia un restaurante local, donde nos habríamos quedado a cenar si no llega a ser por esos gritos agudos con los que intentaba convencernos. “Luego, luego, buena mujer, que estamos muy cansados para esto“. Seguimos caminando y nos metimos en otro de las mismas características donde la camarera sabia algunas palabras de inglés y tenían una viejísima carta traducida por lo que parecía un mono austrohúngaro de siete dedos. Pero hemos corrido mucho ya y fuimos capaces de descifrarla, aunque al final nos decidimos por lo que estaban cenando en la mesa de al lado que tenia muy buena pinta, a saber: panceta con ajos tiernos, ensalada de pepino (¡estaba tan rica que hasta el Hugo comió!) y revuelto de tomate. Se que lo del revuelto de tomate no parece nada extraordinario, pero los tomates de China son muy dulces, y no se cómo narices lo harán pero les queda una verdadera exquisitez. Súbitamente los comensales de la otra mesa comenzaron a regalarnos cigarros y cervezas, y nosotros hicimos lo propio. Los chicos, al grito de “Gan Bei!” se tomaron casi un litro de cerveza cada uno, vasito a vasito, en una media hora. Fue una de las experiencias más autenticas que hemos vivido en este país, conversando sin comprender, intercambiando inclinaciones, manos juntas, cigarrillos y sonrisas, y mucha cerveza. Al final acabó uno de ellos sentado en nuestra mesa, con una curda de órdago, llenando mi plato de comida y los vasos de birra sin parar. Por el bien de nuestra salud, decidimos pagar la cuenta e irnos a dormir.
      Todo esto venia a que nos montábamos en un tren, y así lo hicimos al día siguiente, después de visitar el mercadillo donde vimos cosas muy extrañas. Algo que parecía garra de oso seca de la que vendían trocitos que cortaban con una sierra (cosas de medicina china, pensé) y un motón de hiervas y semillas de formas y colores casi mágicos.
Llegó la hora de montar al tren. Las colas eran abrumadoras, pero allá que nos metimos después de pasar varios controles policiales. Entre empujones logramos llegar al andén, pero como nuestros billetes estaban totalmente en chino, no sabíamos ni el número de vagón ni el de asiento. Cada vez que preguntábamos nos hacían una señal vaga de “más allá”, y más, y más … al final nos subimos en un vagón y nos sentamos. Estábamos bien mentalizados para pasar las catorce horas sentados, pero los asientos eran realmente incómodos y al tren no paraba de subir gente. Se nos acercó una pareja y nos dijo que estábamos en su sitio, nos mostraron los billetes y comprobamos con sorpresa que en ellos estaba bien claro el vagón y los asientos, miramos los nuestros con cara de chinos. “¿Y nosotros donde vamos?” Les preguntamos, ya que parecía que hablaban un poco de inglish. “Vosotros no tenéis asiento“. “¡¿Cómo?!”, “Sorry, no sit“. “¡¿No sit?! ¿y eso que leches significa?”. Entonces me di cuenta de que mucha gente había llegado con banquitos y sillitas plegables y se estaban acomodando en el pasillo y entre vagones. Recuerdo que me quedé con la boca abierta tratando de imaginar cómo íbamos a poder aguantar la jornada. Fuimos a preguntar a un revisor que nos dio una larga explicación en tono conciliador, pero como no comprendíamos nada, acabó dándonos unas palmaditas en la espalda y dio media vuelta. “Bueno, perece que nos han vendido un billete sin asiento, como a toda esta gente. ¿Dónde nos vamos a poner?” Ya no quedaba espacio en el suelo así que no tendríamos más remedio que hacer el viaje de pie ¡14 horas! .Abatidos nos sentamos en unos asientos a la espera de que sus dueños vinieran a echarnos cuando apareció una revisora y nos gritó “Let´s go!” La seguimos a través de cinco o seis coches abarrotados, cargados con nuestras mochilas, pisando, empujando y pidiendo disculpas todo el tiempo. Cada dos por tres la perdíamos de vista, pero de lejos la veíamos gritándonos “Let´s go!”. “Si, si, ya vamos, hacemos lo que podemos, ya estamos yendo“. Pasamos por toda la sección de asientos (y de pies, diría yo), hasta que llegamos a un coche cerrado con llave, la sección de camas de primera, y de este pasamos a aquella con la que soñé en aquel lejano autobús, el vagón de camas de segunda, con sus literas, sus sabanas, sus edredones, mesitas, agua caliente para el te y un montón de espacio para existir, ¡que ilusión!. Entre dos vagones la mujer se paró y dijo: “Here!” Bueno, parecía que esa era la sorpresa que nos tenia preparada. “Tenéis billetes sin asiento, pero me habéis dado un poco de pena, pobres blanquitos ignorantes y asustados, así que podréis quedaros en este descansillo, todo entero para vosotros solitos“. Tiramos las mochilas al suelo y nos acomodamos sobre ellas lo mejor que pudimos diciéndonos a nosotros mismos que después de todo habíamos tenido suerte, recordando la marabunta de donde estábamos destinados a viajar.
La piadosa revisora apareció de nuevo con un vergonzoso niño al que dejó el encargo de cuidarnos. Tenia nueve años, era el hijo de una revisora y aunque se le pasö pronto la vergüenza no quiso ninguna de nuestras golosinas. Nos cuidó muy bien, la verdad. Nos dio de merendar unos botecitos de leche de Doraemon y algo de fruta. Nos entretuvo preguntando y respondiendo a través de nuestros libritos conversacionales y su poquito de inglés. Se lo pasó pipa con el pinball del portátil y nos dejó su transformer volador para pasar el rato. Cada dos por tres aparecía algún/a revisor/a para ver que tal nos iba, incluido el de la charla lastimera del primer momento con lo que me pareció una disculpa, pero vete tu a saber. Cuando cayó la noche empezamos a hacer cábalas para ver como nos podríamos acomodar para dormir, pero nos interrumpió la mamá de nuestro anfitrión. “¿Dónde dormir?” Nos preguntó, “¿aquí?” Le dijimos … puso cara de frustración por los problemas de comunicación, entonces apareció un revisor que no habíamos visto hasta ese momento que nos dijo con mucha calma “¿en que puedo ayudarles?”, “Puesmireusted, no sabemos que nos quiere decir esta señora“. “La señora dice que si quieren dormir en cama de primera o de segunda” (!!!!!) ¡¡De segunda!! Dijimos a coro. Nos cobró la diferencia del billete y nos indicó donde estaban nuestras camitas. El pequeño anfitrión nos acompañó a nuestros aposentos, “¡Oh! ¡Si!” no cabíamos en nosotros de alegría. Nos acomodamos en un periquete, cenamos entre sonrisas una sopa de pasta, de esa que compras en el super y luego sólo tienes que añadirle agua caliente, tomamos unos tes y Pedro le enseñó al niño como funcionaba su brújula. Cuando nos disponíamos a dormir el barbas decidió regalarle el compás al chaval, que por supuesto no aceptó, pero yo se lo metí en un bolsillo y le hice un gesto inequívoco de “¡A callar!”. Se quedó tieso como un palo, mirándonos con los ojos muy abiertos (para ser chino, claro) y dijo algo como despedida antes de irse. Pensamos que iba a peguntarle a su madre si se podía quedar con el regalo, pero al momento lo olvidamos.
      Cuando ya dormíamos, en una litera de tres pisos (Pedro arriba, Hugo en el centro y yo abajo), noté una manita que me zarandeaba despacio. Me incorporé y vi en la penumbra al niño acompañado por su madre ofreciéndome un paquete con forma de cilindro estrecho. “¿Qué es esto?”, pregunté mientras encendía la luz. “Thankyou, thankyou”, repetía la mamá. Medio dormida cometí la falta de etiqueta china de abrir el paquete en su presencia, que contenía una pluma estilográfica y una nota que decía:
Caballeros y señora:
Muchas gracias por apreciar a mi hijo. Él os aprecia también. Yo no puedo hablar inglés con ustedes. Lo siento. A mi hijo le gusta vuestro … (caracteres chinos que supongo se refieren a la brújula) él espera que recibáis esta pluma como muestra de amistad. ¡Gracias!
¡Feliz año nuevo!
      No pude más que repetir “xie xie” varias veces mientras se marchaban de puntillas. Con una sonrisa atontada le di los presentes a Pedro y dormí con dulces sueños. Esa noche soñé que me comía una ensalada cesar, con queso gouda del bueno, en un tren lleno de chinos.
      Tras todo esto, finalmente llegamos a Chengdu a las 5 de la mañana. ¡Misión cumplida! Otra extraordinaria aventura de 3xasia.

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